El camino está lleno de señales. Prohibido detenerse. Curva peligrosa. Despacio. Máxima 40. Pero esas no son las señales que guiaron mi viaje en solitario por Salta, Catamarca y La Rioja en 2019. Mi primera travesía sola en bici, con unas alforjas tan llenas de ilusiones como de miedos. Dos meses para recorrer los caminos del noroeste argentino (NOA). La idea era, en líneas generales, seguir la ruta 40. Sabía dónde iba a dormir los primeros tres días, el resto estaba por definirse. Llevaba conmigo carpa, cocina a gas y unos muslitos más llenos de entusiasmo que de entrenamiento.
Buenos Aires. Avión a Salta capital. Empiezo a pedalear con nubes y confianza. Cuesta del Obispo, Cachi, ya estoy en la 40.
En Seclantás, Salta
Un pueblito de un puñado de manzanas y muchos telares, sucedió ese primer encuentro que cambiaría el viaje por completo. Divisé a lo lejos una mujer entrada en años cargando unas bolsas muy pesadas. Me ofrecí a llevar la carga en la bici. Vi en sus ojos años de lucha y de fortaleza. Aunque de pocas palabras, rápidamente me compartió su historia y me abrió las puertas de su casa y su familia. Ella me veía a mi fuerte por viajar sola en bici. Yo, a ella, la veía inmensa.
Comprendí que esos encuentros del camino tenían, para mí, una riqueza y una belleza mucho más profunda que el más hermoso de los cerros. Comprendí que el viajar en bici me abría las puertas de los hogares. Comprendí que había pedaleado cuestas eternas para encontrarme con ella, aunque cuando partí de Buenos Aires no lo sabía.
Después de Seclantás siguieron Molinos, Angastaco, Cafayate. Breve paso por Tucumán. Entro a Catamarca. San José.
Permitido detenerse.
Aunque este era un viaje en bici, me permito no pedalear una semana para compartir con Gladys, en El Tesoro, Catamarca. Joven, curiosa, cocinera, Gladys ama profundamente los cerros que la rodean. Contenta, me cuenta que afortunadamente no encontraron oro en su cerro, el temor de que contaminaran el agua la acechaba. Gladys tiene mi edad y compartimos sinceramente nuestras búsquedas y nuestros miedos. Ella aprovecha nuestro encuentro para sacarse todas sus dudas: ¿en la Ciudad de Buenos Aires no hay monte con espinas?, ¿es lindo viajar en tren?. Las preguntas de Gladys seguían resonando dentro mío cuando me subí a la bici y partí de El Tesoro.
Paso por Hualfín. Nuevo cartel: desvío. Abandono la ruta 40 para subir a Antofagasta de la Sierra (3300 msnm). Empiezo por Villa Vil, sigo por Los Nacimientos de San Antonio, Laguna Blanca, El Peñón, Antofagasta de la Sierra.
En Los Nacimientos, Rosa me invita a su hogar. Me lleva a buscar leña por caminos de montaña solitarios y me dice “esta es nuestra avenida principal”. Su humor, su espontaneidad, su generosidad, su sinceridad al decirme vuelva a visitarme, aún hoy me conmueven.
En El Peñón
Espero un ratito sentada en la plaza del pueblo, como suelo hacer al llegar a un lugar nuevo, e Inés me invita a su casa. La bici y las alforjas llenas de tierra despiertan la curiosidad. Inés me regala un atardecer lleno de su historia y lágrimas de emoción.
Sigo camino. La Puerta, Belén. Adiós Catamarca, bienvenida a La Rioja. Andolucas, Chilecito, La Rioja capital. Finalizo este viaje de 1400 kilómetros en la casa de Ricardo, Eugenia y Mausi, primos de mi papá, familia que me regaló el camino. Literalmente.
De este viaje recuerdo las cuestas que me dejaron sin aliento, la belleza de los cerros, los pinchazos, el día que granizó. Pero más allá de eso, este viaje cambió, para siempre, mi forma de ver un mapa. Ya no son las ciudades y pueblos, sino el rostro y los nombres de las personas que me acogieron y que añoro poder volver a abrazar. Sueño que voy a seguir llenando el mapa de mi hermosa Argentina con el rostro de mis hermanos y hermanas.
Hay un mate esperando ser compartido en cada hogar. Encontrarnos y compartir sinceramente sana cualquier herida. ¡Buenos caminos! ¡Buenos encuentros!
Nací en la Capital Federal, pero me crié en el conurbano bonaerense. Disfruto de viajar en bici, leer, bailar folclore, hacer yoga y remar. Licenciada en matemática devenida en analista de datos de profesión.
¿Y cuando no se puede pedalear, qué hacen? Esta es una pregunta rara, y siempre nos tomamos unos minutos antes de responderla. No porque el catálogo de respuestas sea variado, todo lo contrario. La respuesta es tan simple que pone en jaque a la pregunta y a una estructura mental que cree que viajando todo es más complejo de lo que es. Viajar en bicicleta nos obliga a ser simples. A pensar simple. Cuando no se puede pedalear, caminamos.
Caminamos cuando hay mucho viento, cuando las subidas son largas, cuando el desnivel es abrupto, cuando el barro no nos deja pedalear, cuando los ríos son anchos o profundos, cuando los caminos desaparecen, cuando las piedras o la arena dicen presente, cuando las piernas están cansadas, cuando estamos aburridos, cuando nos duele todo, desde la cabeza hasta el culo. Por eso la respuesta es simple: cuando no se puede pedalear, caminamos.
Jime y Andrés
La Vida de Viaje
Viajan en bicicleta desde 2013. Su primera gran aventura fue de 9 meses y 6600 kilómetros desde Ushuaia hasta La Quiaca, y a partir de ahí dejaron de contar para vivir la vida sin números de por medio. Viajan en la naturaleza, por caminos alternativos y lugares sin nombre. No buscan llegar a ningún lugar, solo quieren estar en movimiento y sentirse libres. Una gran epopeya contemporánea.
¿En bicicleta? – Le dije a Mati cuando planeábamos viajar juntos y largó esa idea.
Ahí me contó que en una vuelta por Brasil había conocido cicloviajeros y entonces quedó resonando en él esta posibilidad. Esto fue conversado en octubre del 2016 y para abril del siguiente año estábamos saliendo.
Durante el viaje, que duró casi dos años, conecté como nunca con la escritura, redactando desde la bitácora kilómetro a kilómetro, incluyendo distancias, lugares y personas que fuimos conociendo, a reflexiones surgidas de los movimientos internos más profundos. En un momento comenzó a vibrarme la idea de escribir un libro con tanta data que se materializaba en los cuadernos y hasta el día de hoy, dos años después de concluida la aventura, eso aún no ha sucedido. Esto me hace ver lo distinto que es manifestar lo que se vive y siente en un momento específico, a la proyección de un trabajo de edición para compartir públicamente. Mientras sigo trabajando en eso, que no sé cuánto tiempo pueda llevarme, les hago un recorrido por nuestra experiencia de viaje.
Como dando nuestros primeros pasos, partimos toditos chuecos. Probar las bicis con 4 alforjas fue sinónimo de despedida. Chau amigos, chau familia, chau barrio 5 esquinas. Nos fuimos hacia el oeste, de Pando hacia Argentina.
Llegamos en 10 días, mientras nos fuimos adaptando. Vinieron los primeros pinchazos y aprendimos a repararlos. Vinieron repechos con viento en contra y nos paramos en los pedales. Se nos rompieron los pulpos y volaron las alforjas. Por momentos no había banquina y nos pegamos al camión que estaba por pasarnos, en un acto casi suicida, para con su aire propulsarnos. Un día en un finito, casi no la contamos.
Nos hospedaron por WarmShowers, una aplicación cicloviajera. Allí no es por dinero, sino que es una mano al que anda en viaje. Hubo WarmShowers de 1 día y otros varios de 1 mes. Hubo WarmShowers que hoy son familia también. Nuestras casas más habitadas fueron las carpas, hubo veces que las armamos sin ver nada. Solo unas veces dormimos en la vereda pelada y todo estuvo bien. Cuando tal fue el calor que adentro de la carpa ya no se podía, conseguimos hamacas y mosquiteros que pasaron a ser camas. De Rosario hasta Córdoba, en cada pueblo que fueron como 10, nos recibieron los bomberos voluntarios.
Y quedamos maravillados con su voluntad.
Recuerdo y me erizo
En lugares estuvimos de pasada. En otros estuvimos un rato. No había cronograma, desde el principio vimos que no funcionaba. Era más bien sintiendo en cada desvío qué camino nos llamaba. Recuerdo y casi lloro, por esos días de nomadismo, de hermandad y de conocer, de descubrir qué más.
Caminamos capitales, ríos, montañas, playas, poblados. Anduvimos senderos, ripio y asfalto. Gastamos cubiertas y algunas cámaras no se bancaron ni un pinchazo más. Rompimos rayos, frenos, descarriladores y hasta nos atropellaron el tambor. Ese compañero de viaje que mi amigo el ruso me regaló
Era un Derbake o Darbuka, de origen: medio oriente. Una percusión pequeña, liviana y sonadora, ideal para viajar. El Mati viajó con su trompeta. Éramos y somos un dúo musical. Hicimos bondis, semáforos y restoranes para trabajar. Otras veces en calle o fogones la supimos gozar. También vendimos postales y marca libros con fotos del viaje y frases. Las trocábamos por dinero, comida o lo que fuera necesario en el momento y muchas veces fue un recuerdo para alguien a quien le tuvimos afecto. Vendimos luces para bicicletas; nuestro producto de desarrollo. Va chivo de @luzFN, búsquennos para saber más de eso.
No siempre compramos comida, gran parte de ella la pedimos. No es una vergüenza haber mendigado el alimento. Tanto sobra, tanto se tira, tanto no se aprovecha por tener una mancha. El recicle de cada día, con alegría y una sonrisa ante ese posible “No” al cual igual agradecíamos.
Hubo más viajeros con los que compartimos y de nuevo me emociono. Conocimos al Javi, al Chino y a la Negra en Tucumán, y por 4 meses no nos despegamos. El Javi de mochila, caminante de los caminos. Y el Chino y la Negra, pareja entrerriana, andantes de la bicicleta. Marcábamos destino mirando el mapa. Las 4 bicis marchaban y allá el Javi nos encontraba, por lo general nos esperaba. Hicimos Salta y Jujuy, y juntos caímos en Villazón, del lado de Bolivia. País desconocido para los 5 que juntos fuimos descubriendo. Cada festejo era con pizza y en Tupiza fue con chicha y limonada. En Potosí más que nada era con torta, y un 1.º de agosto, cumpleaños de mi padre y de la Pachamama, filmamos un video con velitas y dedicatoria. De Potosí nos fuimos a unas termas y dentro de una piscina se nos rieron hablándonos en Quechua. Después nos hablaron en español para contarnos que solamente, parecíamos bichos raros. De allí fuimos a Betanzos, donde vi por primera vez la nieve. En Sucre nos despedimos por un tramo y en Santa Cruz nos reencontramos los 5. Pasamos unos días más y ahí sí nos despedimos por tiempo más largo. Con el Javi seguimos hacia Brasil, por la base sur amazónica boliviana. La Negra y el Chino siguieron hacia Perú.
Apenas nos separamos el Rodri apareció. Cicloviajero brasilero volviendo a Brasil y nosotros que íbamos hacia allí, hicimos grupo para seguir. En seguida el Javi se adelantó; quería ya llegar a Río de Janeiro. Nosotros por Corumbá, Mato Grosso do Sul, cambiamos de país. En São Paulo nos separamos de Rodri con idea de reencontrarnos, pero hasta hoy eso aún no ha sucedido y entonces, después de tanto, se volvió al dúo inicial.
Contamos, por otra parte, con un visitante o BICITANTE estelar: El Daniel. El padre de Mati que se vino dos veces a pedalear con los gurises, y una tercera vez al disfrute del mar. Sabio y experiente, escogió, a mi forma de ver, los tres mejores destinos del viaje. Primero fue por Córdoba, en la expedición por las sierras. Las cruzamos juntos de lado a lado visitando lugares increíbles. De Alta Gracia a Sierras Chicas, Quebrada del Condorito en la cima. Hubo acampe, WarmShowers y bomberos voluntarios con él. Fue como hacerle un resumen de lo que venía siendo el viaje. La segunda fue por Brasil, esta vez cruzamos la Sierra do Mar. Se vino el Dani con la bicicleta en el avión. Desde el norte argentino y Bolivia, donde pasamos un frío invierno, decidimos dirigirnos al mar, al calor y luego de cruzar estas sierras, con el Daniel, cumplimos esta misión. Pedaleamos un tramo de la costa paulista y cruzamos a Ilha Bella como último lugar. A la siguiente mañana de hacer pizzas para una banda femenina de samba, se nos vino otra emotiva despedida. Abrazos de padre a hijo, y de hermano de hijo a padre. Y seguimos adelante.
Hicimos playa, pedaleamos el calor y en el primer balneario de Río se detuvo el motor. Llegamos a Trindade, un poco al sur de Paraty. Se formó galera Argentouruguayachilenobrasilera y la quedamos por ahí. Quisimos salir de la ruta, darle pausa al pedaleo y disfrutar de nuevo estar en un lugar. Trindade y la galera nos abrazó. El Daniel sin bici regresó. Pasamos navidad y fin de año. Pasaron muchos momentos y para mi cumpleaños nos regresamos. Le dimos cierre al viaje y nos volvimos en camión de São Paulo a Pando Las bicis siguen en Trindade, en lo de Malú, cargadas con sus cosas y alforjas. Quizás las estén usando, ¡ojalá! Practicamos el desapego, las despedidas y los encuentros. Nos abrimos al amor y al compartir. A vivir con poco para hacer espacio a lo mucho. A respetar el espacio y cada ser. Entender que hay un orden y que la gran parte de todo está desde antes que nosotros. Que somos uno con ese todo y que ese todo no está para servirnos. Sí que es servicial y que nos quiere bien, pero que no por eso somos más, no estamos por encima de nada ni por debajo de algo tampoco.
Una experiencia de vida, una alternativa a lo conocido. Una reconexión interna en simbiosis con un gran invento: la bicicleta.
Santiago Martínez Caballero
Tengo 28 años y vivo actualmente en Piriápolis, Uruguay. Había vivido hasta los 24 en la ciudad de Pando y en el 2017 comenzamos con un amigo un viaje en bicicleta que duró casi 2 años. Luego de esta experiencia y tantos aprendizajes, volví enfocado en hacer compost y huertas y a eso me dedico por estos días.
¿Y cuando no se puede pedalear, qué hacen? Esta es una pregunta rara, y siempre nos tomamos unos minutos antes de responderla. No porque el catálogo de respuestas sea variado, todo lo contrario. La respuesta es tan simple que pone en jaque a la pregunta y a una estructura mental que cree que viajando todo es más complejo de lo que es. Viajar en bicicleta nos obliga a ser simples. A pensar simple. Cuando no se puede pedalear, caminamos.
Caminamos cuando hay mucho viento, cuando las subidas son largas, cuando el desnivel es abrupto, cuando el barro no nos deja pedalear, cuando los ríos son anchos o profundos, cuando los caminos desaparecen, cuando las piedras o la arena dicen presente, cuando las piernas están cansadas, cuando estamos aburridos, cuando nos duele todo, desde la cabeza hasta el culo. Por eso la respuesta es simple: cuando no se puede pedalear, caminamos.
Jime y Andrés La Vida de Viaje
Viajan en bicicleta desde 2013. Su primera gran aventura fue de 9 meses y 6600 kilómetros desde Ushuaia hasta La Quiaca, y a partir de ahí dejaron de contar para vivir la vida sin números de por medio. Viajan en la naturaleza, por caminos alternativos y lugares sin nombre. No buscan llegar a ningún lugar, solo quieren estar en movimiento y sentirse libres. Una gran epopeya contemporánea.
Huyendo un poco del agua salada y las rachas de viento constantes del este del país, nos aventuramos esta vez por caminos tan poco conocidos como transitados. Así fue que a comienzos de un año muy esperado por muchos, partimos con nuestras bicis desde Nuevo Berlín (mi pueblo natal) costeando el Río Uruguay rumbo al norte. Con “partimos” me refiero a estos dos humanoides (Mathias y Pia -quien les redacta-), guiados por una gata, domadora de zorros salvajes, llamada Nina.
Paramos unos días en San Javier (colonia rusa) donde lo de unos amigos que nos mostraron el río que nos vio crecer desde adentro. También nos mostraron lo mejor de dos mundos unidos en un plato tan ruso como uruguayo: Varenyky, una delicia que llegó para quedarse en las costumbres de este pueblo.
Cómo cuesta irse de donde te tratan tan bien. Pero no salimos para estar tan cómodos. Seguimos viaje, y este segundo tramo nos dejó en la República caribeña de Paysandú. Al transcurrir la tarde me preguntaba cómo puede vivir la gente con ese calor sofocante, pero cuando ves la hermosa costa del mismo Río entendés la recompensa. Una ciudad inmensa sobre el río Uruguay con la esperada influencia de los vecinos argentinos; el intercambio es inevitable cuando somos tan parecidos. Supo ser también un polo industrial del país, aunque son pocos los galpones que se mantienen funcionando. Acá, a pesar de tener fama de domadora de fieras salvajes, Nina tuvo un acercamiento del tercer tipo con un animal doméstico que suele ladrar para comunicarse. Ya no podíamos tener a la fiera encerrada en la única ciudad pavimentada que estaba en el itinerario, así que nos alejamos de la ciudad para dirigirnos al oeste.
Nos adentramos en un camino cada vez más interesante. Pasando el pueblo El Porvenir nos vimos tentados por un cartel que anunciaba un desvío hacia la Aldea de la Bondad, pero la tentación era más fuerte, así que hacia ahí nos dirigimos. Casi llegando a este lugar de nombre tan llamativo, nos sorprendió un camino perfectamente asfaltado haciendo honor al nombre del poblado. Pero ahí no más quedo la sorpresa cuando volvimos al camino de tosca que tanto extrañábamos. Nunca habíamos sido tan engañados por un camino. Ese día término el recorrido a orillas del arroyo Negro, el límite natural entre el departamento de Paysandú y Río Negro. Ducha de agua fresca con servicio de pedicura, cortesía de nuestras anfitrionas las mojarritas, y a descansar para adentrarnos, una vez más, en el departamento de Río Negro al día siguiente.
Después de tanta civilización, Nina aprovecho para mezclarse con la naturaleza otra vez. Tanto que cuando estábamos prontos para partir, la felina no aparecía. Estaba tan concentrada en su vida de salvaje que no escuchaba nuestro llamado (entiéndase por concentrada: dormida). Una hora de espera para que la señora gata aparezca muy campante por entre los montes del arroyo. Finalmente empezó nuestro retrasado viaje de aquel día rumbo a tierras ya conocidas para mí, aunque olvidadas ya por mi memoria. Llegamos al medio día a Menafra, pero escasa de plazas o alguna sombra que nos cubra hasta la tarde avanzamos unos kilómetros más para llegar a Paso de la Cruz (o Villa Borges, como dice el mapa virtual). También llegó la escasez de plazas por estos pagos, pero el patio arbolado de la escuelita nos dejó asentarnos un ratito hasta que pasaran las peores horas del astro del fuego. Menos mal que aprovechamos el último tramo de pavimento hasta este centro poblado, porque en adelante sería tan poco abundante como la sombra. Emprendimos el resto del recorrido rumbo a Paso de los Mellizos.
Nos venía guiando el camión de la leche que entraba en cada tambo, y también fue casi el único vehículo motorizado que nos cruzamos. No se me malinterprete, buscábamos aventura, pero no sé si se pueda transitar a diario por esos caminos olvidados por los politiqueros, salvo en épocas de campaña electoral. Justo cuando te cuestionas por qué te metiste ahí, justo en ese momento que venís sufriendo los despertadores de la seca y las piedras que no te dejan avanzar sin sacudirte, en ese preciso instante, la vida pone ante tus ojos llenos de tierra un cartel milagroso que dice: Kiosco. Ahí, en el medio de la nada, un almacén de ramos generales en su hora pico. Pedimos una bebida refrescante que desencadenó en hermosas charlas con el almacenero/cantinero y los parroquianos que coincidían con nuestra visita relámpago. Luego de las típicas preguntas (¿traen un gato en la bici?), empezaron lo temas serios: la realidad de la campaña y el interior profundo. La preocupación de peones, que siempre cumplieron esa función, por la desaparición de su puesto gracias al cambio de la ganadería por la forestación (resulta que UPM no trajo trabajo para todos); los caminos desprolijos para locatarios y el prolijo para el forastero, las distancias agonizantes para llegar al médico de la ciudad. Una lista que tienen clara de tanto repetirla a cada ser que se interesa en escucharlos, más allá de lo que puedan solucionar o no. A pesar de sus penurias, siempre con la hospitalidad que caracteriza al pueblo, nos invitaron una más, para no quedar rengos, y hasta nos ofrecieron estadía. Con mucha pena, rechazamos la invitación a quedarnos en aquel paraje, que popularmente se conoce como Sarandí de los negros, para lograr llegar a nuestro destino marcado, aunque me atrevo a decir que fue el más bello y casual encuentro del viaje que estábamos haciendo.
Con el tanque lleno fue fácil completar el recorrido y finalmente pasamos Paso de los Mellizos para llegar a instalarnos en el Arroyo Grande. De este destino conocíamos la leyenda de los Mellizos que se ahogaron en un paso cercano al pueblo (dándole el nombre al mismo) donde hoy existe una cruz a la cual se marcha en procesión cuando hay seca, para regarla y así pedir lluvia. Creer o reventar, la gente de la zona jura que funciona.
Nuestra carpa sin el sobretecho nos regaló una noche minada de estrellas. Al día siguiente, bien temprano, empezamos el viaje para llegar a Sarandí de Navarro. Ni bien asomamos al camino nos interceptó un patrullero con dos funcionarios con más ganas de conversar sobre rutas y viajes, que de pedirnos los datos. Más allá de las formalidades, fue un encuentro de intercambio sobre la realidad de la zona y la rareza de que dos personas y una gata en bici elijan estos caminos para conocer. Pudimos seguir nuestro viaje y con la dificultad de conseguir una sombra entre tanta quinta de eucaliptos (irónico, pero la cartelería de propiedad privada se adueña hasta de la sombra) nos hizo llegar muy temprano al destino del día. Allí nos esperaba una familia amiga que nos recibió con todo el amor del mundo. Compartimos el tiempo, los recuerdos después de tanto sin vernos y los acontecimientos que nos habíamos perdido. Acá chocamos nuevamente con la realidad de la falta de trabajo para el peón rural: habían sido apartados recientemente de su puesto en una estancia, ya que los dueños habían vendido, aparentemente, para forestar más campos todavía, como si no fueran suficientes. ¿Dónde quedó el Uruguay ganadero que nos vendieron? La esperanza está en esa familia de puesteros desempleados, que volvieron a su casa con su pequeño rebaño, pero que tanto pueden hacer si el Estado está cada vez más ausente para esta actividad y más presente para las multinacionales que le quitaron el puesto. Con el gusto amargo que nos deja esta situación, pero con el corazón lleno de alegría partimos al día siguiente, ya que nos perseguía de cerca una tormenta, pero estábamos advertidos. Muy felices de encontrarnos de nuevo con esta gente que forma parte siempre de nuestras vidas más allá de las distancias que nos separan.
Seguimos un camino que nos llevó a una desolada garita de trenes, donde la vía ferroviaria estaba en mejor estado que la ruta nacional número 25. Zigzagueando entre los departamentos de Río Negro y Paysandú nuevamente, llegamos a descansar al medio día bajo una higuera de una casa en un paraje Alonso, según el mapa, aunque después supimos que lo conocen por El chorro. Estaban deliciosos esos higos. Más adelante un cruce de caminos nos hizo continuar un poquito más al norte y al cruzar la vía del tren una vez más, dejamos atrás mi querido Río Negro para visitar el último rinconcito de Paysandú. Cruzamos por pueblo Morató muy rápido, era la hora de la siesta y el almacén no abría todavía. Advertidos por unos vecinos más adelante comenzamos a notar lo desprolijo del camino, los repechos de las cuchillas y el característico paisaje de piedras, que ya no estaban solo en el camino, sino que alcanzaban hasta para hacer de cerco en una época anterior al alambrado. Aún estaban de pie esas extensas mangas de piedras que delimitaban las propiedades antes de este gran avance. No puedo ni imaginar el trabajo que pudo haber llevado levantar esa estructura sin máquinas que levanten las pesadas piedras y las ubiquen estratégicamente para que no se desplomen aún 200 años después. Mis felicitaciones. Finalmente llegamos al último pueblo de Paysandú: Tiatucurá. Un pueblo aparentemente deshabitado hasta que llegamos al boliche que quedaba en el otro extremo de un plan de Mevir. Allí se jugaba un gran partido de truco que daba vida al pueblo que acabábamos de pasar. Compramos ahí los víveres, descubriríamos después que no todos en buen estado, averiguamos sobre el lugar de acampada que estaba más adelante, y dándonos el visto bueno el almacenero, ya que la policía se tomaba un descanso del pueblo, nos advirtió también, y con razón, que el camino se ponía peor. Esa noche acampamos en el arroyo Salsipuedes y pasamos el día siguiente esperando la lluvia. No fue ahí exactamente, pero si muy cerca, donde tuvo lugar la masacre del pueblo Charrúa, luego de ser engañados por Rivera para lograr ser emboscados y así aniquilados más fácilmente. Hoy existe en el lugar una escultura un poco burlona para mi gusto, ya que hace alusión a la unión de dos culturas e invita al respeto a la diversidad. No creo que haya sido el mensaje que nos dejaron aquellos antepasados que decidieron aniquilar todo un pueblo basados en el odio a una raza diferente. De todas formas puede sentirse la energía en el lugar de los que lucharon ese día para no dejar de existir y de los que hoy luchan para que ese acontecimiento se conozca como lo que fue realmente: un intento de exterminio del pueblo Charrúa, y no la gran “Batalla del Salsipuedes” como nos enseñan en la escuela.
Habiendo alcanzado ya el punto más alto de nuestro recorrido, nos dispusimos a comenzar el regreso a casa. Faltaban muchos kilómetros y pueblos por conocer todavía, pero cada vez cuestan más las vueltas y el universo conspira contra nosotros en esta oportunidad haciendo el camino más difícil aún. Viento en contra, el enemigo indiscutible de todo cicloviajero. Nos empujaba hacia atrás como rogando que volviéramos, que nos quedáramos en ese punto que nos había atrapado de muchas formas. Fueron solo 25 km hasta alcanzar la ruta. Una vez ahí, ya habíamos logrado pasar el umbral entre el fin del comienzo y el comienzo del fin. La vuelta ya no era tan agonizante y nos concentramos en el camino que nos restaba y tenía su belleza también. El medio día lo hicimos en Peralta en la sombra de la panadería que estaba sin luz desde la noche anterior y sin agua desde la mañana. Más que acostumbrados estaban. Convencidos de que pasaríamos Achar para acampar en un arroyo, dimos comienzo al resto del recorrido del día. Pero antes de dicho poblado, la rueda de Mathias dijo basta y partió todos los rayos que venía aguantando de hacia un buen tiempo. Fin del recorrido a pie para el masculino del grupo. Por suerte, los planetas se alinearon para nosotros y la estación de servicio que estaba en la entrada era comandada por un ser muy comprensible y amable que nos dejó un lugarcito en su local para la carpa y tenía las instrucciones exactas para llegar al bicicletero del año, otro ser necesario para poder continuar viaje al día siguiente. De verdad, eternamente agradecidos con todos ustedes.
Ya íbamos encaminados para llegar, por fin, a San Gregorio de Polanco. Una ruta 43 en construcción nos hizo un camino más pesado de lo que esperábamos, pero sin dudas los camiones de la nueva planta tendrán una ruta perfectamente transitable y, de paso, también los visitantes del balneario más grande de esta zona. Cuando finalmente arribamos a la Península Dorada nos olvidamos por completo de las adversidades del camino y demás. No se equivocan cuando la llaman el tesoro perdido del Río Negro. Un pueblo tranquilo y silencioso con el movimiento típico de un balneario en pleno enero. A causa de la pandemia que azota nuestro país y el mundo, el camping municipal estaba cerrado y afortunadamente caímos en el camping familiar y hostal Sansueña. Un emprendimiento pequeño que apenas estaba aventurándose en esto del alojamiento alternativo, con una atención más que amable y una energía que te invita a quedarte. Y como nos cuesta un montón, en vez de quedarnos 2 días, nos quedamos 4. Fuimos atrapados por la hermosa costa color oro, la tranquilidad y la amabilidad de un pueblo chico que se hace grande al compartir con nosotros toda su belleza natural y su arte plasmada en cada muro de una casa, una tienda o una oficina.
Para largarnos del paraíso tuvimos que ser atraídos por la única forma de salir del pueblo sin volver por dónde entramos: atravesar el Río Negro en balsa. Así que, en contra de la voluntad de Nina, nos subimos a este enorme artefacto que nos sacó de este oasis para dejarnos del otro lado, frente a un nuevo camino de tosca, que nos llevaría directo a Blanquillo, la capital de la cerámica (esa es la bienvenida que te da el pueblo). Presentándonos en la comisaría y con el permiso del funcionario pasamos la noche en el parque que estaba en la entrada para seguir al día siguiente acercándonos al sur. Ya en las tierras de Durazno, dejamos atrás el último camino de tosca para circular la tranquila ruta 6 que nos llevaría directo a Sarandí del Yí. Acá nos merendamos con más rayos quebrados en la bicicleta de Mathias. La maldecimos un poco hasta que descubrimos las deliciosas aguas del Río Yí mientras esperábamos a otro bicicletero copado que nos arregló la rueda para la tarde y además hizo service completo a todo lo que se podía solucionar fácil. ¡Muchas, pero muchas gracias! Sobreponiéndonos a los acontecimientos desafortunados decidimos avanzar aunque sea unos kilómetros antes que caiga el sol. Hicimos 20 km para llegar a Capilla del Sauce donde reinaba una vez más la paz característica del interior. Nos anunciamos en la comisaría para poder descansar sin inconvenientes abajo del puente sobre la ruta.
El día siguiente supimos desde temprano que iba a ser difícil. El calor se sentía antes de levantarnos, las piernas ya pesaban antes de salir, y el cuerpo pedía descanso a gritos. Fue un recorrido de muchas paradas para descansar del Sol que no daba tregua. Un camino con pocos vecinos y ni hablar de poblados.
Última noche de carpita en el puente del Santa Lucía Chico donde nos despertaron luces intermitentes de un patrullero asegurándose que todo estuviera bien. Por supuesto que cuando apareció la felina entre las piernas del policía pudo confirmar que no éramos bandidos precisamente. El resto de la noche transcurrió con normalidad para lograr al día siguiente llegar al penúltimo destino: Fray Marcos.
Pasando por San Gabriel para un desayuno y doblando en Chamizo para tomar la ruta 94, pudimos arribar en la cómoda y acogedora casa de los tíos que, en cierto modo, incentivaron gran parte de la ruta. Maura y Álvaro estuvieron vinculados por mucho tiempo a MEVIR (Movimiento de erradicación de la vivienda insalubre rural) y conocían mejor que nosotros el camino y los poblados del norte de Río Negro, donde se asentaron por mucho tiempo para construir los planes de viviendas que le dan vida a esa zona. Fue así que permanecimos más días de lo planeado en esta última estación, antes de llegar a casa, para poder escuchar cada historia de cada pueblo que recorrimos, además de disfrutar de la familia que nunca viene mal.
El viaje estaba llegando a su fin. Nos quedaba afrontar los últimos kilómetros para llegar a nuestras casas y retomar nuestras vidas como seres funcionales de una sociedad cómoda pero inconformista.
Volviendo a casa llenos de mimos y de historias divertidas, logramos hacer un balance de un viaje diferente. No solo por el hecho de elegir la bicicleta, sino de haber logrado conocer otras realidades; de que esas realidades generen algo dentro de nosotros que nos impulsen a seguir haciendo lo que hacemos y, de alguna manera, querer cambiar lo que está mal.
Nos frustramos mucho con el camino, las fallas técnicas, la responsabilidad de nuestra compañera felina, y seguro muchas cosas más, pero eso también es parte de esto que tanto nos gusta hacer y nos transforma siempre en seres más conscientes y sanos para nosotros mismos. Nos quedamos con los paisajes, las risas, las charlas con amigos, los encuentros con animales que poco se ven en la civilización y todo lo positivo que te pasa solo cuando te vas en bici.
Pia y Mathias
Somos de Nuevo Berlín y Trinidad respectivamente, actualmente atrapados entre Montevideo y Neptunia. Además comandados por Nina, nuestra compañera felina.
El viajar en bicicleta ha abierto caminos en mi mente que nunca en mi vida había imaginado recorrer. Pasar de estar inmerso en una sociedad totalmente rutinaria y aburrida a estar en pueblos y villas totalmente escondidos, llenos de vida, con nombres extraños, alejados de toda la cotidianidad, pero bien cerca de lo más puro que la naturaleza nos puede enseñar, a veces para bien y otras no tanto. ¿Pero acaso no es de esto que se trata la vida?
Nunca podré olvidar la gente que se me ha acercado a hablarme, a preguntarme, a saber qué hago, de dónde vengo y a dónde voy, pero debo admitir que para esto último todavía no tengo una respuesta exacta. Esos “buen viaje” o “boa viagem” acompañados de un saludo al viento con las manos o un par de golpecitos en la espalda, son los primeros acercamientos que uno puede tener con las personas que viven en estos lugares, fuera de las ciudades, pero dentro de la columna vertebral que mantiene erguido a un país con sus costumbres y tradiciones.
Sinceramente no creo que haya sensaciones que se asemejen a las que uno puede sentir estando solo en medio de la nada. Un poco de miedo, pero miedo a la naturaleza, y mucha adrenalina que te invita a hacer locuras y a perderle ese miedo a la inmensidad de las montañas, a lo largo de un sendero o a lo ancho de un río que tenemos que cruzar.
Si hablamos de sensaciones no podemos dejar atrás lo que nuestro oído puede percibir, porque la música para mí en los viajes es lo que hoy por hoy para muchos es el silencio. Todos nos vamos lejos de la ciudad en búsqueda del silencio y muchos lo encontramos, pero a mí realmente, luego de estas aventuras, se me hizo muy difícil volver a encontrar ese silencio que creí haber conocido.
En un principio era en la playa, pero es imposible, es más, es la música que más disfruto, al seguir el ritmo de las olas, de cuando vienen besan la arena y se van como si no quisieran, arrastrándose en ella mientras un poco de esta agua de mar se mete entre las piedritas intentando quedarse allí por más tiempo.
Luego creí haber encontrado el silencio en las rutas mientras pedaleaba, pero tampoco, escuchaba el ruido de la cadena pasando por los dientes de los discos, sentía en los oídos el viento que me ensordecía, escuchaba a los pájaros cantar y hacer ruidos que en mis tierras no existen.
Después creí encontrar este silencio en la cima de la montaña, entre las nubes, con nieve y sin viento. Pero nuevamente fue imposible, escuchaba y sentía mi propia respiración, y el movimiento de mi pecho que generaba deslizamientos de pequeñas piedritas que nunca se llegaba a ver dónde iban a terminar. En conclusión, no he encontrado el silencio como tal, pero buscándolo sí encontré la paz interior, aprendí a disfrutar de lo natural, de lo que realmente somos, de lo que es necesario para vivir, de lo que tenemos a la vista sin buscarle la quinta pata al gato, porque eso es así y va a ser así.
¡Y vaya! A los olores tampoco los podemos dejar muy atrás, porque encontrarte con olores en otros países que te hagan viajar a tu país muchos años atrás, a tu infancia, es una de las cosas más mágicas que nos puede pasar. Sentir un perfume que te traiga recuerdos de aquellos que te ponían para ir a cumpleaños o a un amor perdido, el olor del océano con sus aguas saladas que te recuerda las costas del país de dónde vienes aunque sean distintos océanos, el olor a puerto (que a muchos desagrada) y que te lleva a la pescadería de la feria, esa de ahí de la vuelta de tu casa, que aunque pase un siglo va a seguir estando allí todos los días de feria.
A esto hago referencia con las sensaciones, porque así como lo escribo, así me sucedió y estoy seguro de que de no haber emprendido estos viajes nunca en mi vida hubiera podido recordar tantos momentos que me marcaron en los pocos años que llevo viviendo, pero que siguen estando dentro de mi cabeza escondidos en las sombras del inconsciente, como decía Freud.
Felipe Rodríguez
Tengo 24 años y soy de Montevideo, Uruguay. Uso la bicicleta en la diaria y para mis viajes, podría decir que ya es una parte de mí. Les comparto un capítulo de algunas cosas que he escrito y que de no haber sido por Wanderlust (mi bici) creo nunca hubiera llegado a conocer esa parte de mí.
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